#34 Fármacos

 FÁRMACOS

 


Las profundas ojeras le delataban, los párpados irritados, un ojo medio cerrado, probablemente por una neuralgia despiadada que debía afectarle ya a muelas y oído en esa parte de la cara. Se veían claramente las comas clavadas en las córneas, los inclusos, los no más, los en efecto, atravesados en las pupilas, y el ceño se le había quedado fruncido, como un calambre permanente, como una tortícolis, como un ictus, como la marca de la almohada, aún intentando desenmarañar todo aquello de entre las infinitas subordinadas del limeño. No había duda. Sufría los efectos de una sobredosis. Había estado toda la noche leyendo a Alfredo Bryce Echenique. Pronunciar la erre le dolía muy evidentemente.

—Putos rrr... rrr... relatos de los cojones —farfullaba el de los thrillers con la cara hundida entre las manos. El cuentista se lo había recomendado con bastante malicia, La esposa del rey de las curvas. De sobra sabía él que a Echenique no se le puede leer con saña, y mucho menos con sueño, porque una vez encadenada la primera frase resulta difícil soltarse sin terminar el relato. Pero, claro, hay que dejarlo que diga, que hable, que cuente, leer despreocupado, hasta el final. Y luego, sí, parar. Cerrar el libro y los ojos y permitir que ese torrente de palabras se remanse en el cerebro. Que forme la imagen. Y luego descansar, dormir, sobre todo si no tienes costumbre. Con mucha malicia se lo había recomendado, la verdad, pues le alabó principalmente uno de los cuentos, Un viaje corto y final, sabiendo que ese toque anticomunista agarraría al autor de thrillers por las ideologías y ya no podría dejar de leer. Pero, ¡Ay! Que luego venía La chica Pazos a quebrarle las neuronas justo detrás, y ya sin poder apartar los enrojecidos ojos de la lectura, pasando sin descanso, inconsciente también, de un cuento a otro se topa con un señor cagándose en los pantalones en medio de un hotel muy fuera de lugar, en Boloña, o Bolognia, pero nunca en Bolonia, y ya no entiende nada porque para entenderlo tendría que volver a empezar el cuento, que ya no sabe cuál es y le da pereza, pero si lo hiciera seguro lo entendería, pero no lo hace, y no entiende nada, pero con todo continúa leyendo y según lee olvida, pero sigue, sigue, sigue por ver si al fin termina el libro de una puta vez.

Con muchísima malicia, se lo recomendó el cuentista.

—Me duele la cara —decía el de los thrillers con voz entrecortada— necesito un calmante.

—Toma —le ofreció el cuentista—, Buzón de tiempo, Mario Benedetti te sentará bien. 

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