#35 Hola, cabroncete

HOLA, CABRONCETE


 

—Hola cabroncete. ¿Me recuerdas?

—No puedes hablar, eh. Pues te jodes. Acostúmbrate cabrón. Así llevo yo tres años.

—No, claro que no me recuerdas. Cómo me vas a recordar si ni tan siquiera te dignaste a mirarme a la cara, miserable. Pues te voy a refrescar la memoria, hijo de puta. Soy la poetilla. La poetilla que te admiraba. La poetilla que llena de ilusión te entregó un poemario elaborado durante cinco largos años que no tuviste el valor de leer. Te lo podías haber llevado, dármelo al día siguiente y hacerme tu crítica, incluso sin haberlo leído. Solo quería tu opinión porque respetaba tus criterios, no necesitaba que me dijeras que eran buenos. Pero no. No hiciste eso, lo ojeaste durante cinco segundos, como el que ojea un cómic por ver solo si es en color, y me dijiste, “están bien”. ¿Están Bien? ¿Quién coño te había preguntado si estaban bien? Solo quería que los leyeras. Pero no, no te conformaste con esa humillación. No. Tuviste que soltar tu comentario misógino, paternalista. “Poetillas.” No sé lo que pondrás tú en tus poemas, hijo de puta, pero en esos iba mi vida, y tú te cagaste en ella, la pisoteaste, y luego te regodeaste, hiciste del escarnio tu chascarrillo de mesa. Me hundiste. ¿Eso era lo que pretendías, verdad? Pues lo conseguiste, ese día me hundí, sí, y no volví a escribir, cuando era lo único que aún me mantenía en pie. De un mazazo hiciste que el último pilar que sujetaba mi vida se derrumbase, cabrón. Te odio. Y sabes qué. Me alegro de verte así, sí, me alegro. Es la única satisfacción que he tenido en los tres últimos años. Verte a ti tan hecho mierda como yo lo estuve por tu gracieta.

—No dices nada, eh. Porque no puedes. Jódete.

Por toda respuesta, el catatónico crítico y poeta Walter Carrasposo, dejó caer una bolita reseca en la palangana. 

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