#23 Un boli

 UN BOLI

 


Antes no, pero ahora sí. Porque había recuperado su voz y su presencia. Ahora quizás fuera capaz de escribir lo que se había callado. Ahora sentía que tal vez pudiera ir rompiendo el silencio a pocos y, aunque solo fuera bolígrafo de por medio, escribir lo nunca dicho. Era duro, incluso pudiera ser injusto, pero qué más daba ahora la justicia o la injusticia. Luego pediría disculpas. Y listo. Siempre que alguien se las solicitara, claro, por escrito. Sí ¿Cómo no? Cubra usted el formulario de reclamación E260, y tras satisfacer las correspondientes tasas preséntelo junto con el justificante de la agencia tributaria en nuestras oficinas sitas a tomar por culo en horario de 6:00 a 6:05 de la madrugada. Las valoraremos y le daremos respuesta en un plazo no superior a tres meses. De no obtener dicha respuesta en dicho plazo, lo más probable, el silencio administrativo tendrá carácter desestimatorio y definitivo. Claro. La administración también tiene su sentido del humor. Los funcionarios, aunque solo parezcan piezas de una gran trituradora, también son personas, con sus cosas. No como los ciudadanos, que aunque parezcan personas, con sus cosas, no son sino montones de formularios, deneís, números de seguridad social, de identificación fiscal, solicitudes de subsidio, papeles al fin y al cabo esperando encima de la mesa de algún despacho al lado de su cartelito de “Vuelvo en cinco minutos” o directamente “No funciona” mientras el engranaje en cuestión, sea rueda, sea cuchilla, se toma su café en el bar de enfrente. Ahora podría escribirlo, sí, se veía capaz. Pero no iba a ser benévola. La putada era que ahora no tenía el cuaderno. No tenía siquiera un puto boli. Se había quedado allí, en su piso, encima de la mesa, al lado de la ventana. Aún recordaba el sonido de las páginas tras de sí cuando abrió dócil la puerta y la corriente de aire las hizo pasar blancamente, una a una, como bandada de palomas que se van. Allí las encontraría el juez, los agentes de la municipal, cuchillas estos. El cerrajero, los testigos, rueda estos otros. ¿Habría un buen entendedor entre todos ellos? ¿Uno solo? ¿Repararía alguien en todo aquello que no había escrito en esas hojas? El juez comprobaría que el cuaderno estaba en blanco, con cuidado, con la punta de su pluma como hacen en las películas para no dejar huellas, para no tocar una posible inmundicia en este caso. Nada. ¿Nada? ¿Le parece poco?

No. Nadie repararía en ello. Ni en el cajón de la mesa donde el corcho de la botella de champán llevaba años, de recuerdo, o de advertencia. Allí yacía ella. Su vida. Junto al corcho. Entre facturas impagadas y viejos prospectos de medicamentos. En aquel cajón estaba enterrado su cuerpo y el cuaderno hacía las veces de lápida. No hubo buen entendedor ni importaba tampoco dejar huellas. Al fin y al cabo no había cadáver, que es el principal miedo al que se enfrentan los ejecutores de un desahucio. Ejecutores. Engranajes. Ruedas y cuchillas. Personas, con sus cosas. Era bien seguro que el desahucio se habría llevado a cabo con total normalidad. Normalidad. Y el cuaderno, como mucho, estaría ahora descansando en una caja de cartón, en un sótano inundado de algún juzgado. Tal vez fue directo a la basura. Con sus palabras no escritas.

¡Ahá! Tal vez hubiera un boli en la garita acristalada de recepción.

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Comentarios

  1. A los funcionarios de los juzgados nunca les importan esos detalles. De seguro lo tiraron todo y luego lo olvidaron sin más.

    Saludos,
    J.

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