#25 La palabra recobrada

 LA PALABRA RECOBRADA

 


No había ningún boli. La garita, ventanilla, puesto de vigilancia, recepción o lo que quiera que hubiere sido aquello estaba destartalada, como el resto de aquel puto edificio. Un hueco revelaba dónde debió de haber una mesa de oficina, es lo que tienen las ausencias, que dejan huella. Alguien debió considerarla útil o valiosa y se la llevó, quién sabe si el mismo que pensaba volver a los cinco minutos. Aún se veían las marcas de las patas en el parqué.

Pero había un lápiz, olvidado en el suelo, refugiado contra el zócalo como un ratoncito asustado. Debió caerse de la mesa el día que se la llevaron y rodó hasta ese rincón. Tenía la punta rota de la caída. Ese lápiz le recordaba a ella, quebrado, mudo. Ahora necesitaría sacarle punta. Mierda. Volvía a crearse necesidades inasumibles. Sí. Un puto sacapuntas era una necesidad inasumible. Así estaban las cosas. De todas formas tampoco tenía papel.

Cuando se puso de pie se topó de frente con el tipo de la gabardina al otro lado del cristal. Tenía toda la pinta de que iba a hablarle. De un momento a otro. Ella acababa de recuperar la voz, él tenía evidentes ganas, y nosotros también necesitamos un diálogo que rompa el vértigo mareante de este silencio interior. Así que;

—Hola, ¿Necesitas algo?

—Te contaré.

 —Lo que había ahí dentro lo tengo yo.

—No serás tú el recepcionista

—¿El recepcionista? No me jodas. Esto no funciona desde hace por lo menos dos años. Aquí no hay recepcionista ni hostias. Solo estoy yo. Bueno y ahora tú. Y mi tío, que lo tengo arriba, en la última planta.

No forcemos. Ella acaba de recuperar la voz pero no las ganas de hablar. Lo de su tío le importaba una mierda.

—Buscaba un lápiz —dijo mostrándoselo—. En realidad buscaba un boli pero encontré un lápiz, y no tiene punta.

El tipo raro metió una mano en el bolsillo de su gabardina y sacó un puñado de bolígrafos.

 —Toma, pilla los que quieras. Recién mangados.

—¿Los robaste?

—¡No te jode! Claro que los robé, ¡No los voy a comprar!

—No, da igual, tampoco tengo papel.

—No te preocupes, tía, mañana te traigo. ¿Qué quieres? ¿Una libreta? ¿Un block de notas? ¿Un paquete de folios?

—No puedes robar un paquete de folios.

—Hostia que no. Y si no, robo veinte pavos y lo compro, que para el caso es lo mismo. Y te voy a dar también unos cuantos botes de leche condensada, que si no te va a dar un jamacuco. No puedes ir por ahí solo con el Ingreso Mínimo, te da una pájara y ahí te quedas. Esos hijos de puta cada vez lo hacen más bajo en azúcar. La MQ es para estar sentada, tía.

—¿La emecú?

—La manutención química, el ingreso mínimo vital, la pastillita de los cojones. Esa te la dan para que no te mueras, tronca, pero no te pongas a hacer footing porque la palmas. Necesitas complementarla con azúcar. Tía, pareces nueva.

—Soy nueva, la tomo desde hace poco.

—¿Nueva? Coño, si te has quedado sin recursos durante las pandemias tienes derecho a pasta. Yo no, yo ya era pobre de antes, tengo derecho a la MQ y gracias. Y bien que les jode que no me haya muerto. Si no es por la leche condensada ya estoy dando flores, bueno, ortigas, que a veces tengo un carácter… Lo que pasa es que si te dan pasta luego te la quitan porque tienes que declararla a hacienda. Casi vale más que no te den nada y te buscas tú la vida, tronca. Al final es lo mismo pero das menos vueltas y no les tienes que ver el hocico a los de la administración de emergencia esa.

—¿Administración de emergencia?

—¿Pero de dónde sales, tía? ¿Del talego tú también?

—Más o menos. Llevaba un tiempo encerrada en casa. Hasta que me echaron a la calle. Tengo derecho al ingreso mínimo vital y al programa antisuicidio.

—No me jodas, tía. El programa antisuicidio se jodió, se canceló, caput, hace dos años. Se les mataban todos. Además eso estaba a tomar por culo. Más a tomar por culo que esto. Esto era una residencia geriátrica, que también se les murieron la mayoría y la cerraron.

—Me dieron estas señas

—Te tangaron. Qué hijoputas, te largaron a tu suerte. Mejor para ti, también te digo. Porque lo del programa, una mierda pinchada en un palo, no les quedó ni uno. No te preocupes, yo te pongo al día. Mira, El virus se cargó al noventa por ciento de la población mayor de setenta años y a buena parte de la menor. Los gobiernos la cagaron. De primeras nos encerraron a todos, cosa normal porque nos pilló en pelotas, mientras buscaban un plan, una estrategia. El plan resultó ser la improvisación. Se les quedó en la boca la frasecita “Según vaya evolucionando la curva” que traducido viene a ser “venga, va, sobre la marcha”. Y así fuimos a la zaga del virus durante un año. Aparte de los síntomas propios de la enfermedad hubo uno con el que no contábamos, la estulticia, esa palabra la aprendí en la cárcel. Aparecieron nacionalistas debajo de las piedras, todos los presidentes autonómicos, alcaldes y concejales, de la noche a la mañana se volvieron epidemiólogos, cada uno de una escuela diferente, claro, y comenzaron a llover propuestas de todo tipo, a cual más estúpida y, por norma, contrarias a las de sus rivales políticos. En esas nos alcanzó la segunda ola que no vimos venir por estar mirando como zoquetes cómo se alejaba la primera. Ya empezaba la tercera cuando llegaron las vacunas, y con ellas la primera mutación gorda del bichejo, La cepa británica, la llamaron. Ante semejante amenaza, de nuevo la idiotez hizo su aparición, celebramos las navidades. La cuesta de enero ese año fue hacia abajo, de culo y sin frenos. La peña se contagiaba en la cola para vacunarse. Se extendió a toda hostia. En Praga, un tenor dando un Do de pecho contagió a diecisiete mil personas. Como las vacunas no llegaron a los países más pobres los terroristas dejaron de poner bombas y se dedicaban a estornudar en los centros comerciales. Hubo que volver a los confinamientos, a los cierres perimetrales, y a las locas ideas de infinitos burócratas venidos arriba, cada uno de una madre. Ahí, la palabreja fue “sindemia”, que viene a decir capitalismo a tomar por culo por KO técnico. O sea, que no solo se jodió la salud sino el puto sistema económico que teníamos instalado en el mírame y no me toques. Se tocó. Y se vino abajo. Los gobiernos de derechas bajaron los impuestos y recortaron las ayudas sociales, los de izquierdas los subieron y la clase media se arruinó. Todos los países se endeudaron y las únicas que sacaron pasta fueron las farmacéuticas. Se sustituyeron las subvenciones por suplementos alimenticios. Si antes era un sindiós, ahora ni te cuento. Y ya está. Bienvenida a la realidad.

—¡Vaya!

No parecía impresionada por el caos global, tal vez aletargada aún por su propia tragedia, ya sabemos que las desgracias propias siempre pesan más que las ajenas.

—Entonces tú —continuaba el tipo raro, psicópata, quinqui, yonqui o lo que quiera que fuese aquel esporádico compañero de desahucio—, ¿Quieres matarte?

—No, ya no estoy segura.

—Pues no te mates, tía. ¿Qué prisa tienes? Si, total, nunca falta quien te quiera muerta. A una mala, le metes una patada en los güevos a un policía y se acabó. Ya te mata él. Venga, subimos y te doy la leche. Toma, pilla un boli.

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