Miedo

Conchita se detuvo en el umbral de la puerta, esperando el ánimo, o las fuerzas, o el valor para cruzarlo, con la mirada clavada en las letras invertidas del felpudo sobre las que tantas veces había pasado sin siquiera recordar que estaban ahí. Se le antojaban de repente cargadas de sarcasmo; “bienvenidos”. Un “bienvenidos” que visto así, patas arriba, no le infundía ahora ninguna confianza. ¿Cómo podía ser aquello? Se preguntaba al tiempo que torturaba su labio inferior recién pintado de carmín con los dientes nuevos. Ella que había peleado desde niña con aquellas trece frisonas lecheras que le parecían gigantescas, con las ubres mayores que ella misma, pero a las que llevaba cruzando el pueblo desde la cuadra hasta el bebedero y traía de vuelta, del bebedero a la cuadra, con solo la ayuda de una vara de avellano. Ella, que había servido en casa de los marqueses y atendido todos sus caprichos cuando adolescente, cansada de las vacas y queriendo abrirse camino por sí misma en un mundo que creía libre de estiércol pero que pronto descubrió que no lo estaba, solo se trataba de un estiércol diferente. Ella, que había criado tres hijos y soportado un marido tan inmaduro como ellos, a los que nunca les faltó el cocido en la mesa y la ropa planchada. Ni unas palabras de ánimo, ni unas caricias de consuelo que raramente le fueron devueltas, a cuentagotas si acaso, cuando fue ella quien las necesitó. Ella, que cuando enviudó enfrentó el desconocido mundo laboral, ese por el que pagan en metálico y que, por otra parte, en nada se diferenciaba de lo que toda la vida había hecho, trabajar para terceros. Ella, que ató chorizos en una línea de producción repitiendo el mismo movimiento durante siete años, hay condenas más leves por delitos más graves que no haber ido a la escuela, con las manos heladas y aquel cordón, creando día tras día los surcos endurecidos que aún hoy le impiden abrir su mano por completo. Ella, que jamás le había tenido miedo a nada salvo a la miseria, a la que fue eludiendo como buenamente pudo. Y sin embargo ahí estaba, atemorizada, ¡Qué digo! Aterrorizada, paralizada en el umbral de su propia casa por un miedo absurdo, con aquella sempiterna sensación de estar dejando algún quehacer desatendido en favor de ella misma. ¿En favor de ella misma? Ciertamente, eso era nuevo. La cama está hecha, repasó de memoria, el baño limpio, la sala ordenada, la comida preparada y la cocina recogida.

Rosita la miraba desde fuera, en el país del otro lado del felpudo, y sabía lo que pasaba por su cabeza porque ella misma había experimentado aquella desazón, aquel miedo. —Tómatelo como una obligación más, así es más fácil. —le dijo extendiendo su mano en busca de la de Conchita—. A partir de hoy, a estas horas, toca vermut con las amigas. Estás jubilada, asúmelo, Conchi, no hay más cojones.


 



 

 

 

 

 

 

 

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Comentarios

  1. Cuando a mí me llegue la jubilación no me costará nada asumirlo.

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  2. Si por mí fuera me jubilaba ya, pero no tengo de qué. Gracias por comentar, Cabrónidas.

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  3. Tan real como lo cuentas, me identifican tantas cosas del relato.
    Quiero pensar que Rosita y Conchita aún están a tiempo de beberse a tragos la vida.
    Saludos.

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    Respuestas
    1. Lo están, lo están. No me sorprendería que protagonizaran algún otro cuentito de estos ;)

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  4. ¿Cuántas Conchitas habrá en el mundo? ¿Cuántas Rositas que se quedaran con la mano suspendida en el aire?

    Buen cuento triste y todo.

    Un saludo

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  5. Igual te sigo pero por alguna razón no me deja unirme a tus seguidores Blogger. Eso si, en mi blog si estás.

    Un saludo

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  6. Gracias por la visita, Malquerida, y por tus comentarios. Un saludo.

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