ETIQUETAS
El adjetivo “psicópata” volvía a tomar forma. Pero esta vez se lo aplicaba a sí misma. Tres años encerrada en casa, ignorando el mundo, tragando antidepresivos, pensando palabras jamás escritas. Odiando. Y ni siquiera había tenido el valor de quitarse del medio. Confiando en que una mañana ya no se despertara, confiando en una muerte oportuna, súbita, casual, sin más culpable que Dios. Dios, otra palabra recuperada. Vacía de contenido. Mira por dónde, igual que ella. ¿Cuánto llevaba en ese edificio? ¿Tres semanas? ¿Cuatro? Ni puta idea. Y ni siquiera había comprendido que no había ningún programa antisuicidio, que el edificio no alojaba más que a un ocupa y a su tío. Que todo era un fraude, que se habían deshecho de ella. Se había convertido en una nueva lumpen sin darse cuenta. De las burbujas económicas nacen los nuevos ricos, de las crisis los nuevos pobres.
Ella no era pobre de antes, pero sí estaba confinada de antes. Cuando llegó la primera pandemia ella ya no salía de casa. Los desconfinamientos, las segundas oleadas, las terceras, los reconfinamentos, la vuelta a la calle y toda aquella hecatombe sanitaria le habían pasado inadvertida, ahogada en su propio desconsuelo. En su propia mierda. Entonces, qué coño la estaba curando, porque era evidente que ya no quería matarse. O, al menos, ya no pensaba en matarse. ¿O sí? En realidad no debió querer matarse nunca, o lo habría hecho. ¿En qué puto grupo entre los potenciales suicidas estaba ella?
No. No había grupos, ni había potenciales suicidas. Solo había suicidas, etiquetados, eso sí, a título póstumo. Estaba viva, pues, sin más etiquetas.
La pastilla. Una cada veinticuatro horas.
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Moría de a poquito por no dejar.
ResponderEliminarHola
Sí, hay muchas formas de dejarse morir. Y, a veces, morir de una forma significa revivir de otra.
EliminarHola, Malquerida.
Tal vez sea más divertido ver morir a los demás antes de morir uno mismo.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Sin duda. La diversión es cosa de vivos ;)
ResponderEliminarUn saludo.