El último minuto


Hace tiempo que asumo que la muerte es un fantasma que habita entre nosotros, invisible, pero siempre observando y siempre escogiendo. A veces la imagino en el bar de abajo; entra, deja la guadaña en el paragüero al lado de la puerta, se arremanga el sayal y se acomoda en uno de los taburetes de la barra a ojear la página de sucesos, como quien se deleita contemplando su trabajo recién terminado. Otras veces me la pinto sentada en un banco del parque, siguiendo con su mirada vacía desde la negritud de su capucha a ese cincuentón que ha decidido, precisamente hoy, empezar a correr. Otras, apoyada en un semáforo dirigiendo su sonrisa indolente y sempiterna a los peatones que cruzan confiados, dando por seguro, pobres, que habrá un mañana cuando ni siquiera un después está garantizado. No precisa más que eso, una mirada, una sonrisa, un pensamiento y aquel tipo de la moto ya arrastra por el suelo hacia las ruedas del tranvía. Ese yonqui que acaba de pillar, ya palidece y mira al cielo con la cara azul de santo en pleno éxtasis. Aquel albañil del andamio, ese niño del patinete, esta señora que corre porque pierde el metro, yo mismo en la soledad de mi escritorio, quién sabe si escribiendo mi último renglón.  

Hace tiempo que asumo que la muerte está siempre ahí, a la vuelta de la esquina y, por eso, solo por eso, aunque no sea más que por eso, intento vivir con su aliento en el cogote como si fuera este el último minuto de mi existencia.


 

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