A Ulises no tuvieron más remedio que darlo por muerto y
jamás en la historia de la navegación una expresión tan ambigua y tan difusa
como “desaparecido en las profundidades” resultó ser tan precisa. No pocos
problemas le supuso al capitán del Odisea haberlo hecho constar así, sin más,
en el cuaderno de bitácora. Que la mayor parte de la tripulación hubiéramos
sido testigos, y como tales confirmado su testimonio en el juicio, no hizo más
que avivar las sospechas de que por alguna razón nos habíamos desecho de él y
conchabado una coartada. Bien es sabido que la mayoría de crímenes los comete
alguien cercano a la víctima y eso me llevó a mí a encabezar la lista de
sospechosos. Yo compartía camarote con Ulises, le conocía de hacía años y
habíamos sido camaradas en diferentes navíos. Ya conocía su historia pero en
eso no era diferente a cualquier otro marino que se lo hubiese cruzado en una
embarcada, él mismo la contaba a la menor oportunidad a cualquiera que se le
acercara. Así fue como se ganó la fama de malagüero y muy pocas simpatías entre
la marinería supersticiosa. Decía que
estaba predestinado a desaparecer en la mar desde que su padre le había puesto
aquel nombre. De nada sirvió que le dijéramos que el Ulises de Homero no
desapareció en la mar sino que regresaba a Ítaca sano y salvo. Ya, respondía
él, pero yo no tengo ninguna Penélope ni ningún Telémaco esperándome en casa.
Cuando aparezcan las sirenas me iré con ellas. Aunque intentaba infundirle a
esa última sentencia un halo de inevitable tragedia, se podía ver en sus ojos
que esperaba ese momento diríase que con impaciencia. Tal vez por eso terminó
entrando como buzo en el Odisea. El buzo más voluntarioso del mundo, decía el
capitán, que bien sabía las durezas del oficio. Él, sin embargo, siempre se
ofrecía voluntario y no escatimaba el tiempo de inmersión cada vez que sus
servicios eran requeridos. Como otras muchas veces, aquel día, hubo que izarle
contra su voluntad pues ya llevaba sumergido un par de horas intentando liberar
la hélice de una red abandonada a la deriva que se había enredado en ella. Yo
era el encargado de darle aire desde el fuelle y de comunicarme con él mediante
tirones de cable. Fue ahí, intentando decirle con tres tirones largos y uno
corto que le íbamos a izar, cuando noté en el cable una extraña resistencia
primero y luego la terrible holgura que indica que, al otro extremo, el buzo
podría haberse soltado. Grité al que operaba el cabestrante para que lo sacara
del agua de inmediato y todos contuvimos el aliento hasta que tras unos
interminables minutos vimos por fin la escafandra de bronce emerger de entre
las aguas. A medida que ascendía ninguno dudamos que a Ulises le había ocurrido
algo. El cuerpo se bamboleaba en el aire como un peso muerto, no había vida en
aquel traje que ya se dejaba caer chorreando sobre cubierta pero jamás
hubiéramos imaginado lo que vimos con nuestro propios ojos cuando conseguimos
desatornillar la escafandra, o mejor dicho, lo que no vimos. Y que me lleven
los demonios si miento. De alguna manera, Ulises, había cumplido su propia
profecía, había encontrado a su Parténope y se había largado con ella dejando
tras de sí tan solo un traje de buzo vacío.
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