SEGÚN UN ESTUDIO
La dirección era la correcta, las señas venían en la otra carta, rara, pero con membrete oficial. Una colonia en el extrarradio, un camino de tierra al final de la colonia, un edificio abandonado al final del camino, una recepción vacía. Un puto exilio. Recordaba un estudio publicado en la prensa que clasificaba a los potenciales suicidas en dos grupos; los de bajo riesgo, personas de baja autoestima, problemas conyugales, consumo de drogas, riesgo de exclusión social y escasas habilidades para tratar los asuntos cotidianos de una forma madura, ahí estaba ella, y los de alto riesgo, que se resumían en personas con enfermedades mentales y antecedentes autolíticos. También en ese grupo se la podría incluir. Sin embargo, según el artículo, el ochenta por ciento de los suicidios el año pasado fueron cometidos por personas pertenecientes al grupo de bajo riesgo. El artículo concluía orgulloso con la siguiente afirmación, “el noventa por ciento de los individuos de alto riesgo nunca se suicidará”. Con dos cojones. El mismo estudio era en la práctica una incitación al suicidio, una patada en el culo a ese que se lo piensa demasiado, ahí, al borde de la cornisa. De alto riesgo, nunca lo harás, de bajo riesgo, no tienes güevos. ¿Y este edificio? ¿A quién coño se le habría ocurrido ubicar el programa antisuicidios en un edificio de cinco plantas? Tal vez al mismo funcionario que le encargaron la valoración de los riesgos. Ahí tienen, señoras y señores beneficiarios, un techo, cinco plantas y un suelo contra el que estrellarse lejos de la vista de la sensible sociedad que no admite reclamaciones. No. Ni siquiera había nadie en recepción para darte tales instrucciones. Volvió a leer la surrealista carta del ministerio de bienestar social. Bienestar. “Como alternativa al suicidio, le recomendamos acogerse al programa de seguimiento y prevención… tal y tal y más tal.”
Como nadie vino a recibirla, tampoco nadie se lo impidió, decidió instalarse por su cuenta en una de las habitaciones de la primera planta. La primera al lado de la escalinata estaba cerrada. Las tres siguientes tenían las ventanas rotas. La última estaba bien. Una cama, una mesita, un armario empotrado vacío, un cuarto de baño con ducha y una pastilla de jabón. De puta madre, pensó. Más de lo que tenía en su propio piso. No había papel en el váter, pero aún tenía la orden de desahucio. Por primera vez en años se le quiso dibujar una sonrisa en su lánguida cara. Parecía que el programa empezaba a funcionar, esa era una prueba. Estiró el cuello de la camiseta y sintió subir su cálido olor corporal, no del todo desagradable. Necesitaba una ducha. Se duchó, se enjabonó bien, se masturbó y pensó una canción. Seguro que funcionaba porque qué sino ganas de vivir podían ser aquellos síntomas, ducharse, masturbarse, pensar canciones. Menuda putada, no obstante. Ahora era la habitación la que apestaba, el pasillo, el edificio entero. Intentó abrir la ventana pero le resultó imposible, edificio antisuicidios. ¿Quién coño iba a querer tirarse de una primera planta? Como mucho se rompería una pierna o un brazo y… Ah, claro, habría que hospitalizarla, un gasto más para la madre sociedad. Inasumible y, por tanto, desaconsejado. Imaginó anteriores beneficiarios reventando las ventanas asfixiados por el olor de su propio abandono. Volvió a ponerse la misma camiseta y el hedor se atenuó. Terminó de vestirse y al fin pudo respirar tranquila. Había pasado el peligro. Lo mejor sería no ducharse muy a menudo.
Comentarios
Publicar un comentario