#12. Hora de explorar

 HORA DE EXPLORAR

 


Había vuelto a soñar con alienígenas y picoletos. Solo que esta vez, en su recurrente pesadilla, eran los picoletos los que bajaban del cielo. Salían de repente de entre las nubes y descendían en ortopédicos aparatos mientras los alienígenas corrían en todas direcciones como manifestantes ante una carga. Verdes unos, verdes los otros. Una vez tocaban tierra, los aparatos se transformaban en simples furgones. Ella era una alienígena más. Un picoleto la enganchó por los pelos, la arrojó a su furgón interestelar y cerró la puerta corredera. El portazo la despertó entre sudores.

En ese entresueño que dura unos segundos, antes de saber que estás de verdad despierta, pensó si el portazo pudiera haber sido real. Había alguien más en el edificio. Se vistió con su olor, se calzó las zapatillas y salió a investigar. El pasillo estaba tranquilo, como siempre. Comprobó las habitaciones con las ventanas rotas. Tal vez el portazo lo hubiera provocado la corriente. Todas idénticas, vacías, quietas. De paso registró los cajones en busca de pastillas, un ingreso mínimo vital abandonado tras la muerte de su... de su... no importa. Aún tenía las suyas, el trimestre casi entero, pero algún día se acabarían. ¿Qué iba a hacer entonces? De nuevo preocupada por su vida. No había duda, el programa funcionaba. Hacía tres semanas le daba igual morirse que no. De todas formas no encontró pastillas por ninguna parte. La habitación junto a la escalera seguía cerrada. Hmm. Ahí pudiera ser que se alojara un… un… un inquilino, un usuario, un beneficiario, un como hostias se denominaran los potenciales suicidas que un día se acogieron al programa. Sí. Pudiera ser. Un pobre hombre, divorciado, con problemas de autoestima, inmaduro o simplemente yonqui. O simplemente pobre. Un suicida de alto riesgo, o de bajo según se mire, sentado en su cama pensando si tirarse por la ventana o por el hueco del ascensor. Pegó la oreja a la puerta pero inmediatamente pensó que era una estupidez. ¿Qué pensaba que iba a oír? ¿El rítmico chirriar de la soga con el balanceo del peso muerto?

Bajó las escaleras hasta recepción. Todo en su sitio. El cartelito pegado al cristal, la R perdida, la garita vacía. ¡Hostia! ¿Y esa puerta? Sala de Servicios rezaba una plaquita. Pomo redondo, metal templado, agradable. Ganas de vivir modo ON. A tope debía estar porque la curiosidad es impulso de vida, causa de muerte para los gatos, no obstante. Curiosidad. A ver qué cojones de servicios ofrece el programa a esa gente que no quiere nada. ¿Una armería? ¿Una cámara de gas? ¿Tal vez una picadora de carne conectada al hueco del ascensor? Nada de eso.

Una escalera de chapa bajaba a un sótano, el mismo metal agradable en el pasamanos. Abajo, una hilera de lavadoras-secadoras, con su correspondiente cartel de “No Funciona” frente a una hilera de butacas polvorientas donde esperar eternamente la colada. Más allá un montón de garrafas vacías, detergente líquido ingerido en su momento bien por las lavadoras, bien por los usuarios. Al fondo una taquilla cerrada con un candado. Un candado. Oh, Dios de los Dioses. ¿Hay algo que despierte más la curiosidad que un candado? Un candado sí que te pone las ganas de vivir a cien. Seguro que dentro había algo de valor, tal vez pastillas. Hostia puta. No se había tomado la pastilla de hoy. ¿Cuánto aguanta el cuerpo sin ellas? Daba igual. Solo tenía que desandar el camino y volver a la habitación, no parecía un esfuerzo sobrehumano. Vale. El sueño alienígena había consumido líquidos, azúcares, sales minerales, solo era un poco de debilidad lo que sentía, una pájara. Mira que lo dice bien claro el prospecto, “Una cada veinticuatro horas”.  Una pájara es al fin y al cabo solo hambre, nada nuevo con lo que bregar. Pero tenía que volver, tenía que cruzar ya aquella inmensidad, entre las lavadoras-secadoras y las butacas. Podría incluso sentarse a descansar en una de ellas un rato. Luego era solo alcanzar la barandilla de la escalera y subir. Ahí estaba. La reconoció al tacto. El mismo metal templado, agradable. Arriba. ¿Había tantas escaleras cuando bajó, o se había puesto los zapatos de plomo? De plomo. De plomo. Plomo. Picoletos descendiendo. Alienígenas huyendo. Furgón. Portazo.

El portazo la despertó entre sudores. En ese entresueño que dura unos segundos pensó si el portazo hubiera sido real. Había alguien más en el edificio.

¡Anda! ¡Un Déja Vù! Qué déja vù ni qué hostias. Estaba vestida y calzada. Se había desmayado en aquel sótano y alguien la había devuelto a la cama. Alguien que acababa de salir dando el portazo que la había despertado. 

Anterior   Siguiente

Inicio

Comentarios

  1. Después de leer tu denso pero claro relato, traslado una pregunta a la realidad: ¿Qué es la vida, qué es el sueño? Recordándonos a Calderon de la Barca.
    SAludos.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Blogs que enlazan este

Más blogs aquí