RECUERDOS DE LA INFANCIA
Chup, chup, chup. Saliendo de aquel tubo llegaban a su lengua experiencias del pasado. La feliz niñez. Aquello si era vida. Risas, gritos, carreras, chapoteos, postillas en las rodillas y azúcar. Mucho azúcar quemándose a última hora de la tarde porque el cuerpo de los niños sabe que de no ser así no va a haber dios quien los haga dormir. De entre esos recuerdos, claro, el primero en forma de tubo de leche condensada. El día que su tía iba a hacer un pastel y no encontraba la imprescindible leche condensada que estaba segura había comprado. Se registraron los cajones, la nevera, la despensa. No apareció. Las castigaron a las dos, a ella y a su prima. Aunque las dos sabían quién había sido, las dos callaron. Ella por no ser una chivata, su prima por no ser castigada. Estaba algo gordita y a la pobre la tenían a dieta. Ella sin embargo estaba flacucha y ningún juez albergaría dudas de quién se tomó la leche a escondidas. La ceguera de los padres, sin embargo, es otra cosa. Quizás ese día, sin comprenderlo ella entonces, la vida le estaba diciendo que no iba a ser fácil. Que la injusticia acecha ahí donde menos la esperas, viene de aquel de quien menos desconfías. El castigo les tocó a ambas pero la leche solo a una. Además se quedaron las dos sin pastel, claro.
El parque también salía por el orificio del tubo. Chupar de un tubo de leche condensada tiene su técnica. Hay que ir enrollándolo por detrás, con cuidado, para que salgan los recuerdos de uno en uno. Una vuelta, un recuerdo. El parque, los columpios, el quiosco de la música. El quiosco de las chuches, ay, forrado de periódicos por delante, de mujeres abiertas de piernas por detrás. Noticias y pornografía compartían aquel reducido espacio. Coños y tigretones salían por la misma ventanilla. Chuches todo.
Una vuelta más y el siguiente recuerdo. El vestidito amarillo de los cojones que le ponían los domingos, para ir a misa. Inmaculado solo hasta que salían de la iglesia porque el demonio, disfrazado de heladero, esperaba a la puerta en su furgoneta dispuesto a no dejar incólume ninguno de esos críos que brotaban del templo vestidos de repollo. Los helados. ¿Qué es la infancia sin un helado? El helado era dulce, sí, pero era también verano, era sobre todo libertad. Solía sentarse en el muro de la iglesia, concentrada, olvidada del mundo por un instante. Tan solo preocupada porque aquel río de chocolate que descendía por el cucurucho, por los dedos, que llegaba ya a la muñeca, no se le metiera por dentro de la manga. Atrapado en el último momento por un chupetón oportuno, chup, y celebrado aquel gran éxito con una carcajada. Pero cuidado, que ahí baja otro.
¿Cuándo cojones el mundo se había torcido tanto?
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Me hace gracia, en tu primer micro y en este el tercero: La leche condensada. Ainsss... mi perdición.
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