#20. El silencio

 EL SILENCIO


 

Hop, hop. Escaleras arriba. Hasta el segundo. Escaleras abajo, que el corazón no está para hostias. Hop, hop.

De pronto un tío. En el pasillo. Ahí plantado, mirándola sin decir nada. Ella se detuvo jadeante, la cara encendida, resplandeciente por las gotitas de sudor de su frente y sus mejillas. Él, quieto, al contraluz ascendente de la planta baja, suerte de Clint Eastwood sin sombrero.

Cuando sus ojos se acostumbraron al efecto luminoso le pareció que vestía, claro, una gabardina. Una segunda ojeada confirmó eso y añadió al atuendo un chándal y unas deportivas, y al veredicto el calificativo “psicópata”. Juicio sumarísimo, hay que decir. Ese tipo raro hubo de ser quien la rescató del sótano en su desmayo. Lo fue.

—Hola. ¿Ya estás recuperada?

—Mejor —quiso puntualizar ella, y al escucharse comprendió que era la primera palabra que salía de su boca en semanas.

Recordaba perfectamente las últimas, aquel “ya veremos” que hizo sospechar al farmacéutico. Apenas reconocía aquella voz como suya tras tantos años de silencio. Incluso aquel ya veremos le sonaba ajeno, como una frase leída en una novela. Como las palabras recordadas de un sueño. La importancia de hablar solo, solo con uno mismo cuando no tenemos con quién hablar, radica en que no olvidemos que de verdad aún estamos ahí. Ella se había negado ese favor hacía mucho tiempo porque en realidad no quería estar. Fue ese su primer suicidio.

Desaparecer de sus oídos. Matar su voz. Un día dejó de hablar, pensaba en silencio. Luego dejó de cantar, cantaba en silencio. Pensaba canciones, como le gustaba a ella nombrarlo, nombrarlo en silencio. Con la voz muda de los sueños, una voz ficticia, voz en off, voz de narrador oculto de novela. Le parecía que así, su mierda de vida era la mierda de vida de otra, de un personaje de libro. Uno triste, uno imbécil. Uno de esos personajes de Dostoievski, humillados, ofendidos, idiotas. O de Emily Brontë, o incluso uno de nuestra dulce Espido Freire, cualquiera de ellos, todos merecían una manta de hostias que les hiciera espabilar. Mejor siendo un personaje. No siendo, o al menos siendo otra, resultaba menos doloroso aceptar su mierda de vida. Su mierda de vida era la mierda de vida de otra, y que se joda esa otra. Pero el silencio es duro, es pesado, es denso y al final te envuelve como una manta y te asfixia. Por eso, en silencio, se dijo que podría plasmar sus pensamientos en un cuaderno, para no ahogarse. Para soltar presión. Volver a escribir.

Tarde. El silencio ya se había apoderado de ella. La había invadido. La había violado y ya lo tenía dentro de su cuerpo, de su mente y de sus dedos. Sudaba silencio, exhalaba silencio. Como el rey Midas, todo lo que tocaba se callaba.

Hasta el bolígrafo fue incapaz de escribir una sola palabra de las pensadas, solo “Adiós” a duras penas. Sin embargo ahora, en el abandono al fin, dijo, —Algo mejor, sí. Gracias.

—La leche condensada es la hostia, eh, hace milagros. 

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