RECEPCIÓN
Unas otrora automáticas puertas, hoy muertas y descolgadas, daban paso al desvencijado recibidor. Una escalinata se perdía en una oscura primera planta. A sus pies, como garita, había un pequeño habitáculo acristalado con un rótulo donde, imaginando una R perdida, se podía leer Recepción. En la ventanilla cerrada, escrito a lápiz y sujeto por la roña más que por la marchita cinta adhesiva, un cartelito decía; Vuelvo en cinco minutos. Parecía llevar años allí. Una hilera de butacas enfrentaba la garita y a su lado una maceta convertida en cenicero vaticinaba una larga espera. Quién sabe si en un tiempo hubo crecido allí una bonita planta alegrando la vista al funcionario de la garita, ese que un día salió pensando en volver a los cinco minutos y nunca regresó. Quién sabe si cientos de beneficiarios esperaron durante días a ser recibidos por nadie y, cigarrillo tras cigarrillo, cubrieron de colillas los restos de la planta muerta. Volvió a mirar el rótulo de la garita pero, esta vez, imaginó la letra perdida como una D, Decepción. De nuevo decepción.
Valoró las dos opciones; A/ Tomarse la pastilla y, como le aconsejó el farmacéutico, no meterse en líos, o B/ ver qué castigo reservaba el código penal para el suicida. ¿Castigo para el suicida? ¡Qué cojones! No. Es el suicida quien castiga. La verdadera intención del suicida es la de darle una hostia a toda la sociedad. El mensaje del suicida es “mirad lo que habéis hecho, hijos de puta”. Por eso la sociedad lo oculta. Bajo el pretexto de evitar el efecto llamada el suicidio no se menciona, no se comenta, no se debate. Se silencia el último grito del suicida porque es un grito de auxilio desoído. A no ser, claro está, que pueda relacionarse con un delito. Entonces sí. Entonces, cuando es la culminación de un crimen atroz, la sociedad proclama a los cuatro vientos el suicidio. Mata a su mujer y luego se suicida, gusta decir la prensa. Así sí es aceptado el suicidio, como fruto de la maldad. De otra manera habría de pedir disculpas, la sociedad. Habría de asumir el abandono al que sometió a la víctima. Cada vez que alguien se quita la vida, no fruto de la maldad sino de la desesperación, la sociedad debería preguntarse qué ha hecho ella a favor y en contra de esa muerte. Cada suicidio es una reclamación de un cliente insatisfecho. Por eso la sociedad opta por el silencio, el silencio es mejor, el silencio nos conforta. Pero incluso si la sociedad entonara el “mea culpa” ante cada suicidio, el suicida siempre se perderá el final. Incluso ganando ese juicio no vería su victoria. Y precisamente ese pensamiento fue lo que la detuvo, allí, ya en la ventana. Dejó su cuaderno no escrito encima de la mesa, recogió la orden de desahucio y salió dócilmente caminando a través de la puerta, como una ciudadana responsable, sin rumbo primero, dirección a la farmacia luego, tal como recomendaba la carta. “Tiene usted derecho al Ingreso Mínimo Vital o Manutención Química, garantizando así la administración su supervivencia. Una vez solicitado, dejarse morir constituye… tal y tal” Eso ya lo sabemos. Cortar por la línea de puntos, matizaba la carta con oscura ironía.
Quizá por eso algunos se suicidan llevándose una vida ajena por delante. Entonces cambia el matiz.
ResponderEliminarEn ese caso la causa de la muerte suele ser cobardía.
EliminarHay otros que se suicidan dejando en el recuerdo un papel en blanco para que los que se quedan pregunten toda su vida, qué fue lo que se hizo mal.
ResponderEliminarUn saludo